lunes, 9 de noviembre de 2009

Capítulo uno: La última cena del Doctor Spierling


-Y, sobre todo, es necesario.
Greil se echó las manos a cabeza y suspiró profundamente. Por suerte, nadie le estaba mirando.
El doctor Spierling, respaldado por las bien peinadas cabezas que asentían a su alrededor, continúo su diatriba:


-Esos pobres imbéciles, aquellos de la manifestación de antes de ayer en Londres. ¿Cuántos eran? ¿Cien mil? Cien mil personas ignorantes, gritando por inercia. ¿Qué saben ellos? La pancarta con la que habían decidido abrir la manifestación rezaba “La ciencia no es Dios”. Absurdo, ¿no?
Se escucharon algunas risas de complacencia. La joven y guapa Mila Miloset se puso educadamente frente a los labios su mano enguantada para disimular los últimos vestigios del pato a la naranja que aún daba vueltas en su delicada boca. El doctor Hiss tosió el humo de pipa en una audible y ronca risotada. Las notas del violín de Kerman Keller que salían del gramófono cubrían la atmósfera de la sala como una ligera nube blanca primaveral. Para Greil, aquello era lo único agradable que podía oírse en aquella abominable velada.
-Pero, queridos compañeros, hagan memoria. No hace demasiados años, cuando la ciencia les puso delante de sus narices al primer “bebé medicamento”, ¿quién se opuso? Un bebé tratado genéticamente, y recalco esto, “tratado genéticamente”, antes de nacer, para estar libre de enfermedades hereditarias como la distrofia muscular, la hemofilia, la fibrosis quística o la enfermedad de Huntington, y poder así salvar la vida de su hermano, enfermo de una extraña anomalía hereditaria. Aquello era magnífico. Todos lo decían. Nace un niño, y la ciencia además hace posible que este bebé traiga bajo el brazo el medicamento que curará a su hermano. La ciencia interviene genéticamente. El niño vive. Todos felices. Pero, queridos colegas, esos ingenuos manifestantes, activistas y defensores puritanos olvidan que este mundo no solo son flores, sol, canciones y niños naciendo. También hay muerte, destrucción, llanto, enfermedad. Hay enemigos. Y este mundo en el que vivimos no está exento de enemigos.
-¡Qué diablos! –gritó el doctor Hiss mostrando sus amarillentos dientes bajo un gran mostacho encanecido- ¡Si algo nos sobran son enemigos!
-Exacto. Y la ciencia avanza. En todos los campos. Luchamos contra todos los enemigos posibles. ¿Y esos ineptos claman al cielo, cuando simplemente hemos usado las mismas armas contra distinto enemigo?
Greil no pudo aguantar más. Hizo un gran esfuerzo para mantener la compostura y aparentar la educación y el respeto que se exigía en una cena como aquella.
-Doctor Spierling, disculpe pero… Estamos hablando de crear seres humanos, cuyo único propósito de existir es el destino para el que han sido creados. Aquel bebé sigue viviendo hoy en día, tiene hermanos, padres… Usted defiende la creación de seres humanos sin vida propia, carentes de amigos, deseos, familia… Usted sabe perfectamente que esos ejemplares, van a permanecer criogenizados hasta que sean útiles. Y su utilidad es la guerra. Es matar.
Durante algunos segundos, un incomodo silencio se levantó como un muro frente a Greil, separándole a kilómetros de distancia del resto de comensales, aquellos que jamás serían capaces ni tan siquiera de poner en duda una palabra del anfitrión. Greil, que ocupaba la cabecera izquierda de la larga mesa, sintió como aquel abismo se abría cada segundo un poco más. Y esa sensación le tranquilizaba, porque estar lejos de aquellas personas, aquellos seres extraños, carentes de la mínima noción de lo que ocurría en derredor suya, aislados en su burbuja de oro, su delicada música, sus cenas de clase alta y sus periódicos hechos a medida, el deseo de estar lejos de aquellos monigotes autocomplacientes era lo único de lo que estaba seguro en aquellos momentos. Eran basura. Muy delicada, e increíblemente bien perfumada. Pero basura.
La exquisita cena, obsequiada por el Doctor Spierling en su mansión del valle, tenía como motivo la aprobación del proyecto que su empresa de estudios genéticos Spierling Genetic Studies Developed, más conocida como SpierGenetic , dedicado al desarrollo genético con uso militar. Era un proyecto moralmente polémico, que todos los gobiernos con anterioridad habían rechazado ni tan siquiera estudiar. Todas las iglesias, grupos no gubernamentales, ecologistas y prácticamente la totalidad de los partidos políticos de centro e izquierda se opusieron con firmeza. Spierling que había iniciado una campaña en los medios de comunicación para dulcificar las virtudes de su proyecto y sus obvios beneficios, ensalzando la patria y el ciudadano como último y máximo beneficiario, al fin había encontrado un país que respaldara económica y logísticamente su idea. Su lema “Tus hijos se quedarán en casa”, haciendo alusión a las guerras en países extranjeros donde su proyecto sería de utilidad, había calado en los sectores más nacionalistas de la sociedad.
Los comensales del exclusivo evento eran diez. Al anfitrión, que encabezaba la mesa de caoba, le flanqueaban su mujer, una cincuentona atractiva y enormemente estúpida, y su hijo, un joven de veinte años que había heredado lo peor de la apariencia física de su padre y las escasas virtudes mentales de su madre. A la derecha de éste, el doctor Hiss, que ahumaba la cena con su enorme pipa rellena de tabaco Burley, dejando un denso olor a chocolate rancio en el aire, sostenía sobre la mesa la mano de su esposa, una oronda y rosada mujer que no paraba de emitir chillidos agudos en vez de risas. Frente a ellos, la joven Mila Miloset, excesivamente elegante, casi victoriana, ayudante de laboratorio del doctor Spierling, al igual que el joven a su lado, el doctor Mark Wever, tan atractivo como su compañera. Greil sospechaba que aquellas dos caras bonitas habían sido invitadas exclusivamente por un cuestión estética, ya que desde que los nombres de los comensales de la cena le fueron remitidos a su oficina, algunos días atrás, había investigado detenidamente a cada uno de ellos, y ese par de lechones no parecían ser más que técnicos de medio pelo, muy lejos en la escala de SpierGenetic que ascendía hasta la cúspide, ocupada por su creador. Finalmente, a la derecha de Greil, el Doctor Yuret Kolov, una vieja gloria del mundo genético, y desde hacía algunos años mano derecha del doctor Spierling, devoraba el pato a la naranja sin prestar, aparentemente, la mínima atención a algo de lo que allí se hablaba.


-Oh, disculpen a nuestro invitado –Spierling esbozó su mejor sonrisa condescendiente- Ya saben que es nuestro exclusivo periodista esta noche. Qué menos que sea incisivo en su trabajo.
Greil no intentó tan siquiera esbozar una sonrisa de compromiso. El resto de comensales le dirigieron frías miradas. Lo cierto es que estar allí era lo último que deseaba, pero había sido, para su sorpresa, el mismo doctor Spierling quien había insistido encarecidamente a Petra Tierunis, la dueña y directora de The Paradigm, para que fuera Greil el periodista encargado de cubrir aquella velada.


Petra lo había convocado a su despacho cuatro días atrás.
-Ahora mismo, querido, él es el centro del universo. No hay nadie más, y te ha elegido a ti para que seas los ojos del mundo ante él.
Greil no daba crédito
-Pero él lo sabe. Es consciente de mi posición. Todos mis artículos del último mes han sido críticas y teorías conspiratorias acerca de su proyecto y las prebendas de las que se ha beneficiado. No tiene sentido.
-Sí que lo tiene –Petra le miraba con aquella sonrisa de jefa experimentada que tanto odiaba- Todo va a ser perfecto. Él no te dará motivos para que le critiques. Verás solo lo que él quiera que veas, y escucharas voces aclamándole cada vez que lance un discurso. Serás el enemigo postrándose ante su triunfo, querido. Tú solo limítate a recoger sus palabras. No tienes que debatir, no entres en su juego. Sé un periodista neutral por una vez. Cubre la puñetera noticia. Nada más... Greil –Petra clavó sus enormes ojos verdes en él- Te leerán millones de personas.
-Me da igual que no me lea ni mi perro.
-No tienes perro. ¿Te he hablado, por cierto, de las ventas que este reportaje nos proporcionará? ¿Y de la publicidad de las que nos beneficiaremos? No es una opción, querido. Ve y cúbrelo. En tu mesa tienes la lista de invitados que asistirán a la cena. Ah, y ponte una corbata, por Dios.
-Chico –el doctor Hiss había apartado su pipa y hablaba emitiendo bocanadas de humo negro- Tú nunca has vivido una guerra. No sabes el sufrimiento de una madre que solo puede esperar sentada en su cocina la llegada de noticias de su hijo en el frente. O quizás directamente una bandera nacional y unas condolencias. No hijo. El proyecto Nouveaux Fils directamente elimina de la ecuación a los hijos de la patria. Nuestra semilla puede permanecer aquí. En su casa. Cuidando de sus mujeres. Protegiendo el país.
Greil pudo observar por el rabillo del ojo como el joven Mark Wever entornaba los ojos y torcía el gesto. El doctor Hiss nunca se había caracterizado por el discurso inteligente amable, y Spierling intentaba, en la medida de lo posible, mantenerlo alejado de la opinión pública. A Mila Miloset parecía que alguien le había pintado su estúpida sonrisa en la cara. La esposa de Hiss empezaba a entrecerrar los ojos. Hiss sonrió mientras se volvía a centrar en su cena.
-En definitiva, salvamos vidas.
-¿Salvan? Vamos, doctor Hiss, el proyecto está diseñado específicamente para matar. ¿No es cierto, doctor Spierling?
Greil miró desafiante al doctor , sentado frente a él, al otro lado de la mesa. Era la pregunta que había estado deseando realizar durante toda la velada. A tomar por culo el respeto, la condescendencia y la admiración pactada de antemano. No iba a ser el pregonero de bondades de aquel tipo sin escrúpulos.
Pero Spierling no pareció reaccionar. Durante los siguientes segundos permaneció inmóvil, con los codos apoyados en la mesa, a ambos lados de su plato, y las manos entrecruzadas bajo su mentón, apoyando allí la cabeza. Parecía concentrado, y Greil creyó haber, por fin, puesto en el gran compromiso al doctor.
Lo siguiente que oyó fue un golpe seco a su derecha. Algo le salpicó la mejilla y entró en su ojo. Greil emitió un bufido y maldijo entre dientes mientras apretaba el párpado y sentía el escozor. Alguien gritó. Y de pronto, otro golpe seco, más allá. Después vino el caos.
Los gritos empezaron a sucederse en la mesa mientras Greil trataba de limpiarse el ojo. Un par de golpes más se sucedieron y varias sillas emitieron sonidos al ser arrastradas y caer golpeando el suelo de la tarima flotante. Varios objetos de la mesa también cayeron, rompiéndose al contacto con la superficie, mientras Greil, asustado, intentaba desesperadamente ver algo. Una imagen borrosa, algunas sombras moviéndose. Poco a poco empezaba a enfocar. Instintivamente, palpó en la mesa y notó el tacto de un tenedor. Lo sostuvo temblando en su mano derecha, frente a su cara. Comenzaba a ver…
Spierling permanecía al otro lado de la mesa. La misma postura. Dedos entrelazados bajo su barbilla, la vista perdida en su plato. El resto del cuadro había cambiado por completo.
A la derecha de Greil, la cabeza de Mark Wever se hundía en los restos del pato a la naranja de su plato. Su cuerpo había caído hacia delante, en un grotesco escorzo, y sus brazos colgaban del cuerpo inclinado, rozando con las manos el suelo. Miles de gotas de la salsa habían volado en rededor, creando una gran salpicadura oscura. El doctor Hiss se acercó a Wever con los ojos y la boca abiertos completamente, golpeándole levemente el hombro. La pipa había desparecido.
El desconcierto de Greil era total. A la izquierda, donde antes se ubicaba la mujer del doctor Spierling, aparecían un par de piernas cubiertas con unas delicadas medias oscuras. La mujer había caído directamente, hacía atrás, junto a su silla, dejando frente al plato su par de caros zapatos de tacón. Su hijo, frente a ella, también apoyaba la cabeza en la mesa, girada en dirección a Greil. Su rostro le erizó el cabello de la nuca. La nariz del chico estaba doblada, posiblemente rota, sosteniendo el grueso del peso de la cabeza. Un hilo de sangre le brotaba hasta la boca, abierta y aún con comida dentro. Sus ojos le miraban directamente, y Greil no pudo dejar de observar el rostro del chico durante varios segundos. Eran unos ojos completamente negros, carentes de vida. Ojos que ni veían ni miraban. Aquella cara no parecía ser humana.
El resto de invitados permanecían de pie. Mila Miloset había desaparecido de la habitación. El doctor Hiss intentaba levantar la cabeza de Mark Wever, aunque la salsa hizo que se resbalara y la cabeza volvió a golpear sobre el plato. La mujer de Hiss no paraba de gritar, un sonido agudo, estridente, que ocupaba toda la sala. Por último, Greil miró al doctor Yuret Kolov, de pie a pocos metros de él, salpicada su cara también de la salsa del pato. Kolov parecía absorto, inmóvil, aislado de todo el caos. Greil siguió su mirada y comprendió. Kolov observaba a su jefe y amigo. Greil lo observó también, mientras se incorporaba. Spierling seguía inmóvil en aquella posición de concentración.
Kolov emitió un pequeño gruñido cuando, de pronto, Spierling empezó a moverse. Inclinó la cabeza en un gesto muy lento. Su mano derecha comenzó a deslizarse y depositarse sobre la mesa. La cabeza giró y durante unos segundos pareció mirar directamente a su hijo. Pero se estaba derrumbando, y al cabo de unos segundos la otra mano también se desplazó y Spierling cayó a plomo de la silla, golpeándose la cabeza con una esquina de la mesa en un horrible sonido a crujido.
Kolov se tapó la boca con una mano temblorosa. El doctor Hiss había, al fin, levantado la cabeza de Mark Wever, empapada de salsa y con restos pegados de la carne de pato. El doctor intentaba detectar su pulso en el cuello.
Cuando al fin la mujer del doctor Hiss dejó de gritar, el sonido del violín de Kerman Keller volvió a inundar la sala. La música detuvo el tiempo en aquella habitación, en aquel instante, y durante unos segundos, pareció que los hombres y mujeres de aquella sala fueran el público más apasionado que jamás hubiera escuchado su música. Silenciosos, emocionados, tensos.
Entre las notas, Greil escuchó algo. Miró a su derecha, luego a su izquierda. Se dirigió a un gran ventanal, corrió las cortinas ante la atónita mirada del resto, y abrió de un golpe seco las dos puertas. Un fuerte viento le golpeó el rostro.
Los gritos de horror provenientes de la calle entraron súbitamente en la sala, enterrando de nuevo las suaves notas del violín de Kerman Keller.





3 comentarios:

  1. Yeeeehaaaaa!!! Mola mazo el capitulo 1. Más quisiera asimov

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  2. Muy chulo!! Para cuándo el segundo?

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  3. Yo ya estaba buscando al francotirador jajaja. Bien narrado si señor.

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