sábado, 26 de diciembre de 2009

Capítulo tres: La niña a través del cristal



Los grandes ojos de la niña, el derecho azul y el izquierdo verde, producto de la heterocromía, miraban fijamente hacia delante. Su redondeado rostro apoyado en sus manos. Labios gruesos y mirada absorta. Piernas cruzadas para acomodarse bien. Estaba sentada sobre la alfombra. Encima del televisor un retrato familiar. Ella, su madre y su padre adoptivos en un fondo azul cielo. A la izquierda, un jarrón con caracteres chinos sobre una mesa de caoba. Más a la izquierda aún, en una esquina, empezaba el sofá que se extendía por toda la pared lateral. Tapicería roja, cojines azules. Sentados sobre el sofá, el padre de la niña: piernas a horcajadas, cabeza doblada hacia arriba, ojos abiertos, negros completamente. Boca extremadamente abierta, con moscas rondando en su interior. La piel estaba pálida. El cuerpo, completamente rígido. Junto a él, la madre, arrodillada delante del sofá, medio cuerpo incrustado en la mesita de cristal, un cristal que se esparcía en mil pedazos por el salón desde hacía días. La sangre coagulada salpicaba aquí y allá la habitación, pero en la cara de la mujer era un manto que lo cubría todo. Al fondo, una estantería con algunas fotos más de la familia, una en la playa, otra en un parque de atracciones. La niña, inmóvil, contemplaba la televisión. La televisión estaba encendida, pero solo emitiendo una imagen plana con un letrero que rezaba: “volveremos en breves instantes”. La tele llevaba así un día y medio.

Después de mucho tiempo, la niña decidió levantarse. En un breve salto alcanzó su mochila, tirada en una esquina, y se la colocó sobre sus hombros. Salió del salón, sin girarse para echar un último vistazo, y salió a la calle.


Hacía frío, un frío intenso. La calle estaba vacía, y un gris pesado parecía teñir todas las cosas que la niña podía ver. Frente a ella, en la cafetería “El Tropsol Bar”, dos personas hablaban detrás de la gran cristalera. La niña se fijo en uno de ellos: un hombre con un gorro rojo, y una barba que le cubría casi toda la cara. De pronto, el hombre se giró y la miró. La miró profundamente.

-¿Y bien, Rasmus? Me estabas hablando de la semana temática.

Rasmus Salmmons apartó la mirada de aquella extraña niña, allí sola, en medio de la nada urbana, y cogió su taza de café.

-Bueno, Greil. La semana temática es una táctica que realizamos desde el MOCAVI para pertrecharnos y construir un futuro, pero confundiendo y despistando a los tarados de la Unidad de Control de Epidemias. Básicamente, elegimos un día de la semana, siempre distinto al anterior, y asaltamos una serie de tiendas y comercios para conseguir un solo producto. Por ejemplo, hace seis días asaltamos las zapaterías y los principales centros comerciales de las zonas limítrofes. Solo queríamos zapatos, de cualquier tipo. Nos hicimos con más de ochocientos pares.

-¿Ochocientos pares? No creo que seáis más de un par de docenas.

-Cada día son más los ciudadanos que se unen a la causa del MOCAVI. En todo caso, el fin último del Movimiento es doble: por un lado, acabar con el virus y todos los que se están beneficiando de su existencia, así como aquellos que lo crearon. Por otro, crear una nueva sociedad, ahora que el mundo se cae a pedazos. Una sociedad de resistencia, que, si es necesario, viva en las catacumbas conspirando contra el poder. Estamos almacenando productos para soportar a un grupo realmente alto.

-Espera. Tengo que cambiar la cinta. Este puto trasto se queda atascado a veces… Ya. Veamos. Como dices, vuestro principal objetivo es la lucha contra el virus, contra la Unidad de Control de Epidemias, y contra Kolov y su departamento de investigación genética de SpierGenetic. Pero ni tan siquiera se ha demostrado que sea un virus lo que está matando a todo el mundo.

-Greil, eso es obvio. Nuestras informaciones no dejan lugar a dudas. Un virus fue creado en SpierGenetic, dentro de alguno de sus programas secretos. Todo el mundo conoce que su moralidad no es muy alta, ¿cierto? Desconocemos si la propagación del virus fue un accidente, o si realmente tiene un propósito.

-¿Un virus que mata aleatoriamente a millones de personas cada vez? ¿Qué propósito puede tener?

-¿Aleatoriamente? Cada ataque del virus se central en una zona del mundo, y dentro de esa zona, mata a miles, sí, pero siempre miembros de las mismas familias. Si un padre muere, sus hijos también lo hacen. Es selectivo.

-¿Y el propósito?

-Eso queremos averiguar, Greil. Necesitamos saber el por qué de todo esto para saber cómo atacar. Tenemos en el MOCAVI a un científico, Ketterton. Asegura que la previsión era que este virus apareciera de forma natural a causa de la contaminación y asolara el planeta en unos veinte años. Según él, los científicos de SpierGenetic consiguieron acelerar el proceso y aislar el virus. Querían estudiarlo, saber cómo actúa, así que empezaron a probarlo esparciéndolo, viendo qué patrón seguía, mientras ellos se mantenían en lugar seguro. Lo adelantaron todo para saber cómo salvar sus culos.

-Vamos Rasmus, no tiene sentido. Yo estaba presente en la cena en la que murió el doctor Spierling junto a su familia y uno de sus ayudantes. Estaba cubriendo la noticia para The Paradigm…

-Esa cena donde, curiosamente, no falleció ni el doctor Kolov, jefe de las investigaciones secretas que, creemos, dieron lugar al virus; ni Hiss, el mamarracho bigotudo fumador de pipa que ahora es jefe de la Unidad de Control de Epidemias, un grupo de mercenarios que el gobierno provisional contrató para mantener el orden y dejó bajo el mando de Hiss, miembro de la cúpula directiva de SpierGenetic.


-¿Vais contra Kolov, pues?

-Kolov produjo el virus, Greil, estoy seguro de ello. Sí, quizás a espaldas de su jefe, o quizás no, pero a la hora del primer ataque, supo como quitarse de en medio al doctor Spierling para ocupar su sillón a la cabeza de la compañía.

-¿Y dónde está? Todos dicen que ha desaparecido.

-Huye. Tiene terror al MOCAVI. Se esconde porque sabe que si lo encontramos, acabaremos con él y todo su plan.

-Bueno, es normal. En las últimas semanas habéis ejecutado cinco ataques, con decenas de muertos. Muchos eran civiles, o trabajadores auxiliares, no siempre eran miembros de la Unidad de Control de Epidemias o un alto cargo de SpierGenetic. Eso me lleva a mi última pregunta de la entrevista: Rasmus Salmmons, ¿te consideras un terrorista?

-Eso es divertido. ¿Qué es, para ti, un terrorista? ¿Una persona que lucha contra un mal que está asolando el mundo, y que lo hace de la única manera que se puede hacer? ¿Una persona que crea terror en los poderosos, que provoca el miedo cuando cruzan la acera a los asesinos de todo un planeta? Entonces, querido Greil, sí, soy un jodido terrorista.

-Está Bien Rasmus. Creo que eso es todo. Será el tema de portada del próximo número, si es que sale, claro.

-Ya he hablado de todo con mis chicos. Tú dame toda la tirada de la revista, yo me encargaré de que cada ciudadano tenga una en la puerta de su casa a la mañana siguiente. La gente tiene que saber qué está pasando y unirse a nuestra causa. Tenemos que hacernos fuertes para poder luchar en igualdad de condiciones.

Greil metió la grabadora en su cartera y echó un vistazo a la cafetería. El local estaba desolado. Solo se oía el trasteo de la señora Kauffman, la anciana dueña de la cafetería, allá en la cocina. Era una de las pocas personas que seguía abriendo su comercio. Realmente, era una de las pocas personas que aún seguía saliendo a la calle.

Entonces, un fuerte golpe salió de la cocina del local. En el techo, procedente de la casa de arriba, un par de golpes más se sumaron rápidamente. Greil cerró los ojos, apretándolos fuertemente. Unas gotas de sudor resbalaron por su frente.

Tenía un miedo atroz. Aquella podía ser la definitiva. Solo esperaba que no doliera.

Al cabo de unos segundos, Greil volvió a respirar y reabrió los ojos. Frente a él, Rasmus Salmmons observaba a través de la cristalera, y un par de lágrimas empezaron a emerger de sus profundos ojos.

-¿Qué? –Dijo Greil, asustado- ¿Qué pasa?

-Dios. La niña.

miércoles, 25 de noviembre de 2009

Capítulo dos: 182 días después


-El gobierno tanzano ha confirmado la repentina muerte de cerca de un millón de personas a lo largo del país. Decimos repentina porque, según los testigos interrogados, todas las muertes se han producido de nuevo a la misma hora del día. La mayor parte se han registrado en Dar Es Salaam y en la capital, Dodoma. Los fallecimientos en Tanzania suman ya más de cinco millones en todo el continente africano, y además se alcanza la barrera psicológica de los cien millones en todo el planeta. Las autoridades sanitarias recomiendan...
-Cambia de una vez el canal.
-... mientras no se consiga identificar el agente patógeno que produce...
-Pero si en todos los canales hablan de lo mismo.
-... acopio de alimentos para...
-Qué pesadilla. Llevamos ya siete meses igual. Francamente, prefiero que me llegue ya el turno antes de seguir embotándome la cabeza con que si me voy a morir o si no me voy a morir.
-...extraña enfermedad. A su vez, el doctor...
-En el Canal 48 hay un debate, a lo mejor te anima un poco.
-... aun no han conseguido aislar ningún virus ni bacteria...
-Ya me conozco los debates que se hacen ahora. Curas contra científicos. Aun no he conseguido enterarme de si tengo que ir a confesarme o esperar a que vengan los de Control de Epidemias.
-... Conectamos con el hospital universitario de Massachusetts donde nuestro...
-Está bien, Randall -Peggy cogió el mando y apagó la televisión, no sin cierta brusquedad- Dime. ¿Qué quieres hacer? ¿Mirar a la pared? O ¿Qué tal al suelo? ¿Nos tumbamos en la cama y miramos al techo? ¿Prefieres leer los periódicos de hace siete meses? Porque te recuerdo que hace siete meses que el mundo se ha parado. No hay nada que hacer que no sea ver la puta tele y esperar a que alguien diga que han identificado la enfermedad o lo que coño sea. ¿Quieres que bajemos al sótano y volvamos a hacer, por enésima vez, inventario de los víveres que hemos acumulado? Ah, ya sé lo que quieres. Quieres salir a la calle y cruzarte con cualquier tío que te pegue la enfermedad y palmar de una vez. ¿A que sí?
-Venga Peggy, no te pongas así, tranquilízate.
-¡Me pongo como me da la gana! -Peggy apretó el rostro y se lamentó- Si tan solo me hubiera casado con un político, o un científico, ¡o incluso un periodista!. Ellos salen en la tele, así que algún método tienen que tener para salir a la calle, ir a los estudios de grabación y esquivar la enfermedad.
-¿Así que eso es lo que quieres no? Pues venga, ahí tienes la puerta. Toda para ti. A ver si me dejas en paz de una vez con tanta queja y tanta tontería. Como si yo tuviera la culpa de lo que está pasando.
-¡Pues adiós! -Peggy se puso firme y se fue andando hacia la puerta como si estuviera en un desfile militar. La abrió y se dio de bruces con la realidad. Esa realidad que la había mantenido siete meses encerrada en casa. La misma realidad que le había hecho abandonar su trabajo por miedo a contagiarse de una enfermedad desconocida de camino a la oficina. ¿En qué trabajaba? Ya le daba igual. No iba a volver.

Y como ella, casi todo el mundo. Lo que se encontró al abrir la puerta fue la paz absoluta. No se oían pitidos de coches, ni bocinas de barcos. Las calles y la bahía estaban vacías. El atardecer en las calles de Boston era precioso, pero desolador. Lo único que se oía era el viento soplando. Papeles elevándose del suelo y doblándose en el aire. Bolsas de plástico atrapadas en remolinos de aire. La primera ausencia que se notaba era la de los barrenderos. La ciudad estaba hecha un asco. Había basura y destrozos por todos lados.
Los primeros días después de la primera embestida de la enfermedad, que afectó a quince países y a más de veinte millones de personas, fueron un caos. El desorden informativo llevó a la confusión, la confusión al miedo y, finalmente, el miedo llevó al pillaje. La primera embestida fue la peor sin duda.
La gente se lanzó en masa a las calles a saquear los supermercados y los comercios de barrio, hasta que no quedó prácticamente nada. Randall y Peggy también. No iban a por televisores o microondas, sino a por comida y armas. La comida para sobrevivir. Las armas para protegerlos de sus vecinos, de sus amigos, de sus familiares, de las personas iguales que ellos.
Hacía una semana, los vecinos de la casa de al lado, la familia Rutiger, habían intentado colarse por la noche en su casa para robarles lo que pudieran de sus provisiones. Randall y Peggy habían sido listos al anticiparse y ser de los primeros en los saqueos. Tener una furgoneta también ayudó. Tenían muchas provisiones y los que los vieron descargarlas lo sabían. Los Rutiger lo sabían.
No murió nadie. El único problema es que no fueron armados. Al mínimo crujido de la escalera que baja al sótano, Randall y Peggy bajaron armado hasta los dientes y ahí acabó la anécdota. Los Rutiger volvieron a su casa con dos pares de zapatillas menos.

-Ahora te quedas parada ¿no? Ya sabía yo que no ibas a ser capaz de cruzar la puerta. -Randall habló sentado en una butaca con las piernas cruzadas y una sonrisa en la boca. Le gustaba tener razón.- Cierra la puerta antes de que palmemos todos.
-¿Tú eres biólogo no? -le ignoró Peggy- ¿Por qué no haces algo y nos sacas de aquí? Podrías colaborar con el asunto de la enfermedad. A lo mejor nos llevan a un sitio mejor y más seguro.
La voz de Peggy sonaba desesperada. Los siete meses sin salir de casa nada más que para saquear y lanzar la basura lejos la estaban volviendo loca de verdad. El miedo a morir de repente, o a que un delincuente intente robarles las provisiones, o simplemente a que se acaben sin que se haya hallado la solución, a veces era más fuerte que su propio instinto de supervivencia. Debían mantener la calma si querían seguir adelante.
-Sí, soy biólogo. Pero de inmunología sé bastante poco. Lo que me enseñaron en la carrera. Lo mio es la evolución, no sé cuántas veces tengo que decírtelo.
-Por mi como si eres cura. Para qué coño te sirve eso ¿eh?
-Despotrica todo lo que quieras, pero mi trabajo es fundamental en el mundo en el que vivimos. Seguro que en los laboratorios donde estén investigando el asunto tienen preparados a tipos como yo para adelantarse a las posibles mutaciones del virus.
-Sí, seguro que tienen a paleontólogos como tú, listos para pegarle escobillazos en el culo a los virus. ¿Y quién ha dicho que se trate de un virus? Ahora resulta que has descubierto antes que nadie el origen de las muertes. ¡Pero qué listo eres!
-Se acabó. Me tienes hasta las mismísimas narices. Sí, soy paleontólogo. Uno muy importante. No me he tirado décadas enteras buscando el eslabón perdido de la evolución del homo sapiens, encontrándolo finalmente tras veintitrés años, dándome cuenta de que mis ilusiones eran vanas al ver que faltaban muchos eslabones en ese hueco de la cadena, ni he realizado incontables teorías evolutivas sobre el futuro de la humanidad, avaladas por las mejores revistas de divulgación científica, ni he hallado restos que podrían ser del auténtico monstruo del lago Ness, en lo más profundo del mismo, para que ahora vengas tú a ningunearme, vilipendiarme, humillarme, mangonearme, -por un momento, Peggy observó a Randall con cara de extremo asombro, pero en unos segundos pasó a la serenidad. Randall había conseguido por fin enseñarle quién llevaba los pantalones en esa casa- calumniarme, insultarme, -¿eran atentos los ojos de Peggy? ¿o eran distantes?- rebajarme, vejarme... ¿Peggy?

De repente Randall oyó un grito prolongado proveniente de la calle. Era la señora Rutiger. Randall temió lo peor.
Agitó a Peggy y la abofeteó, pero no se inmutó. Había ocurrido.

“No tenía que haber dejado que abriera la puerta” pensó Randall. Se dió cuenta de que en la distancia podía oír diferentes sirenas. Tenía que llamar a Urgencias. Podría tratarse de un desmayo normal. Cogió el teléfono, marcó el 012 y esperó.
-Urgencias, dígame -inquirió una mujer al otro lado de la línea.
-Oiga, mi mujer se acaba de desmayar. Manden una ambulancia, ¡rápido!.
-Dígame su nombre y dirección, por favor. -había tranquilidad en la voz de la señora.
-Randall Perkins, calle Bartlett ciento trece. -pero no en la de Randall.
-¿En qué distrito está esa calle, señor Perkins?
-En Charlestown, ¡joder! -no gritó por la paz de la mujer, sino por lo que vio a través de la ventana.

Había una ambulancia en la puerta de los Rutiger, pero no era una ambulancia normal. Era negra, con el rótulo de la Unidad de Control de Epidemias. No podía ver a nadie.
Pero unos segundos más tarde aparecieron por la puerta los celadores. Si podían llamarse así, porque iban embutidos en unos trajes aislantes, completamente negros, con un visor de cristal tintado que no dejaba ver el rostro del sujeto que se encontrara en el interior. A Randall le entraron escalofríos... y bastante miedo. Vio cómo sacaron de la casa una caja blanca. Casi podría decirse que era un sarcófago. Imaginó que dentro iría el señor Rutiger. Ya no se oían los gritos de su mujer.

Mientras observaba por la ventana oyó una sirena que se acercaba, pero no podía ver nada desde la ventana por la que estaba mirando.
Llamaron a la puerta.
Randall corrió a abrir, sería la ambulancia. Supuso que su caso no iba a ser menospreciado. Sería una de las negras.
Efectivamente. Al mismo tiempo que abrió la puerta, dos hombres enfundados en el mismo traje que había visto por la ventana se abalanzaron con violencia sobre él. ¿A qué venía eso?
-¡Oigan! ¡es mi mujer! ¡está sentada en el sofá!
-Su mujer está muerta -dijo una voz. Randall no sabría decir de cuál de los dos tipos venía. Uno de los dos sacó una jeringuilla.
-¡Pero oiga! ¡si yo estoy bien! ¡simplemente mi mujer se ha desmayado! -Le pincharon. En tres segundos ya era incapaz de mover los músculos. Su consciencia se desvanecía.
-Seguro, pero como le digo no necesitamos más muertos. Necesitamos a personas que han sido expuestas. -le dijo uno, al mismo tiempo que lo alzaban. Lo último que pudo ver Randall antes de desvanecerse del todo fue a otros dos tipos entrando por su puerta.

Llevaban otro sarcófago blanco.

lunes, 9 de noviembre de 2009

Capítulo uno: La última cena del Doctor Spierling


-Y, sobre todo, es necesario.
Greil se echó las manos a cabeza y suspiró profundamente. Por suerte, nadie le estaba mirando.
El doctor Spierling, respaldado por las bien peinadas cabezas que asentían a su alrededor, continúo su diatriba:


-Esos pobres imbéciles, aquellos de la manifestación de antes de ayer en Londres. ¿Cuántos eran? ¿Cien mil? Cien mil personas ignorantes, gritando por inercia. ¿Qué saben ellos? La pancarta con la que habían decidido abrir la manifestación rezaba “La ciencia no es Dios”. Absurdo, ¿no?
Se escucharon algunas risas de complacencia. La joven y guapa Mila Miloset se puso educadamente frente a los labios su mano enguantada para disimular los últimos vestigios del pato a la naranja que aún daba vueltas en su delicada boca. El doctor Hiss tosió el humo de pipa en una audible y ronca risotada. Las notas del violín de Kerman Keller que salían del gramófono cubrían la atmósfera de la sala como una ligera nube blanca primaveral. Para Greil, aquello era lo único agradable que podía oírse en aquella abominable velada.
-Pero, queridos compañeros, hagan memoria. No hace demasiados años, cuando la ciencia les puso delante de sus narices al primer “bebé medicamento”, ¿quién se opuso? Un bebé tratado genéticamente, y recalco esto, “tratado genéticamente”, antes de nacer, para estar libre de enfermedades hereditarias como la distrofia muscular, la hemofilia, la fibrosis quística o la enfermedad de Huntington, y poder así salvar la vida de su hermano, enfermo de una extraña anomalía hereditaria. Aquello era magnífico. Todos lo decían. Nace un niño, y la ciencia además hace posible que este bebé traiga bajo el brazo el medicamento que curará a su hermano. La ciencia interviene genéticamente. El niño vive. Todos felices. Pero, queridos colegas, esos ingenuos manifestantes, activistas y defensores puritanos olvidan que este mundo no solo son flores, sol, canciones y niños naciendo. También hay muerte, destrucción, llanto, enfermedad. Hay enemigos. Y este mundo en el que vivimos no está exento de enemigos.
-¡Qué diablos! –gritó el doctor Hiss mostrando sus amarillentos dientes bajo un gran mostacho encanecido- ¡Si algo nos sobran son enemigos!
-Exacto. Y la ciencia avanza. En todos los campos. Luchamos contra todos los enemigos posibles. ¿Y esos ineptos claman al cielo, cuando simplemente hemos usado las mismas armas contra distinto enemigo?
Greil no pudo aguantar más. Hizo un gran esfuerzo para mantener la compostura y aparentar la educación y el respeto que se exigía en una cena como aquella.
-Doctor Spierling, disculpe pero… Estamos hablando de crear seres humanos, cuyo único propósito de existir es el destino para el que han sido creados. Aquel bebé sigue viviendo hoy en día, tiene hermanos, padres… Usted defiende la creación de seres humanos sin vida propia, carentes de amigos, deseos, familia… Usted sabe perfectamente que esos ejemplares, van a permanecer criogenizados hasta que sean útiles. Y su utilidad es la guerra. Es matar.
Durante algunos segundos, un incomodo silencio se levantó como un muro frente a Greil, separándole a kilómetros de distancia del resto de comensales, aquellos que jamás serían capaces ni tan siquiera de poner en duda una palabra del anfitrión. Greil, que ocupaba la cabecera izquierda de la larga mesa, sintió como aquel abismo se abría cada segundo un poco más. Y esa sensación le tranquilizaba, porque estar lejos de aquellas personas, aquellos seres extraños, carentes de la mínima noción de lo que ocurría en derredor suya, aislados en su burbuja de oro, su delicada música, sus cenas de clase alta y sus periódicos hechos a medida, el deseo de estar lejos de aquellos monigotes autocomplacientes era lo único de lo que estaba seguro en aquellos momentos. Eran basura. Muy delicada, e increíblemente bien perfumada. Pero basura.
La exquisita cena, obsequiada por el Doctor Spierling en su mansión del valle, tenía como motivo la aprobación del proyecto que su empresa de estudios genéticos Spierling Genetic Studies Developed, más conocida como SpierGenetic , dedicado al desarrollo genético con uso militar. Era un proyecto moralmente polémico, que todos los gobiernos con anterioridad habían rechazado ni tan siquiera estudiar. Todas las iglesias, grupos no gubernamentales, ecologistas y prácticamente la totalidad de los partidos políticos de centro e izquierda se opusieron con firmeza. Spierling que había iniciado una campaña en los medios de comunicación para dulcificar las virtudes de su proyecto y sus obvios beneficios, ensalzando la patria y el ciudadano como último y máximo beneficiario, al fin había encontrado un país que respaldara económica y logísticamente su idea. Su lema “Tus hijos se quedarán en casa”, haciendo alusión a las guerras en países extranjeros donde su proyecto sería de utilidad, había calado en los sectores más nacionalistas de la sociedad.
Los comensales del exclusivo evento eran diez. Al anfitrión, que encabezaba la mesa de caoba, le flanqueaban su mujer, una cincuentona atractiva y enormemente estúpida, y su hijo, un joven de veinte años que había heredado lo peor de la apariencia física de su padre y las escasas virtudes mentales de su madre. A la derecha de éste, el doctor Hiss, que ahumaba la cena con su enorme pipa rellena de tabaco Burley, dejando un denso olor a chocolate rancio en el aire, sostenía sobre la mesa la mano de su esposa, una oronda y rosada mujer que no paraba de emitir chillidos agudos en vez de risas. Frente a ellos, la joven Mila Miloset, excesivamente elegante, casi victoriana, ayudante de laboratorio del doctor Spierling, al igual que el joven a su lado, el doctor Mark Wever, tan atractivo como su compañera. Greil sospechaba que aquellas dos caras bonitas habían sido invitadas exclusivamente por un cuestión estética, ya que desde que los nombres de los comensales de la cena le fueron remitidos a su oficina, algunos días atrás, había investigado detenidamente a cada uno de ellos, y ese par de lechones no parecían ser más que técnicos de medio pelo, muy lejos en la escala de SpierGenetic que ascendía hasta la cúspide, ocupada por su creador. Finalmente, a la derecha de Greil, el Doctor Yuret Kolov, una vieja gloria del mundo genético, y desde hacía algunos años mano derecha del doctor Spierling, devoraba el pato a la naranja sin prestar, aparentemente, la mínima atención a algo de lo que allí se hablaba.


-Oh, disculpen a nuestro invitado –Spierling esbozó su mejor sonrisa condescendiente- Ya saben que es nuestro exclusivo periodista esta noche. Qué menos que sea incisivo en su trabajo.
Greil no intentó tan siquiera esbozar una sonrisa de compromiso. El resto de comensales le dirigieron frías miradas. Lo cierto es que estar allí era lo último que deseaba, pero había sido, para su sorpresa, el mismo doctor Spierling quien había insistido encarecidamente a Petra Tierunis, la dueña y directora de The Paradigm, para que fuera Greil el periodista encargado de cubrir aquella velada.


Petra lo había convocado a su despacho cuatro días atrás.
-Ahora mismo, querido, él es el centro del universo. No hay nadie más, y te ha elegido a ti para que seas los ojos del mundo ante él.
Greil no daba crédito
-Pero él lo sabe. Es consciente de mi posición. Todos mis artículos del último mes han sido críticas y teorías conspiratorias acerca de su proyecto y las prebendas de las que se ha beneficiado. No tiene sentido.
-Sí que lo tiene –Petra le miraba con aquella sonrisa de jefa experimentada que tanto odiaba- Todo va a ser perfecto. Él no te dará motivos para que le critiques. Verás solo lo que él quiera que veas, y escucharas voces aclamándole cada vez que lance un discurso. Serás el enemigo postrándose ante su triunfo, querido. Tú solo limítate a recoger sus palabras. No tienes que debatir, no entres en su juego. Sé un periodista neutral por una vez. Cubre la puñetera noticia. Nada más... Greil –Petra clavó sus enormes ojos verdes en él- Te leerán millones de personas.
-Me da igual que no me lea ni mi perro.
-No tienes perro. ¿Te he hablado, por cierto, de las ventas que este reportaje nos proporcionará? ¿Y de la publicidad de las que nos beneficiaremos? No es una opción, querido. Ve y cúbrelo. En tu mesa tienes la lista de invitados que asistirán a la cena. Ah, y ponte una corbata, por Dios.
-Chico –el doctor Hiss había apartado su pipa y hablaba emitiendo bocanadas de humo negro- Tú nunca has vivido una guerra. No sabes el sufrimiento de una madre que solo puede esperar sentada en su cocina la llegada de noticias de su hijo en el frente. O quizás directamente una bandera nacional y unas condolencias. No hijo. El proyecto Nouveaux Fils directamente elimina de la ecuación a los hijos de la patria. Nuestra semilla puede permanecer aquí. En su casa. Cuidando de sus mujeres. Protegiendo el país.
Greil pudo observar por el rabillo del ojo como el joven Mark Wever entornaba los ojos y torcía el gesto. El doctor Hiss nunca se había caracterizado por el discurso inteligente amable, y Spierling intentaba, en la medida de lo posible, mantenerlo alejado de la opinión pública. A Mila Miloset parecía que alguien le había pintado su estúpida sonrisa en la cara. La esposa de Hiss empezaba a entrecerrar los ojos. Hiss sonrió mientras se volvía a centrar en su cena.
-En definitiva, salvamos vidas.
-¿Salvan? Vamos, doctor Hiss, el proyecto está diseñado específicamente para matar. ¿No es cierto, doctor Spierling?
Greil miró desafiante al doctor , sentado frente a él, al otro lado de la mesa. Era la pregunta que había estado deseando realizar durante toda la velada. A tomar por culo el respeto, la condescendencia y la admiración pactada de antemano. No iba a ser el pregonero de bondades de aquel tipo sin escrúpulos.
Pero Spierling no pareció reaccionar. Durante los siguientes segundos permaneció inmóvil, con los codos apoyados en la mesa, a ambos lados de su plato, y las manos entrecruzadas bajo su mentón, apoyando allí la cabeza. Parecía concentrado, y Greil creyó haber, por fin, puesto en el gran compromiso al doctor.
Lo siguiente que oyó fue un golpe seco a su derecha. Algo le salpicó la mejilla y entró en su ojo. Greil emitió un bufido y maldijo entre dientes mientras apretaba el párpado y sentía el escozor. Alguien gritó. Y de pronto, otro golpe seco, más allá. Después vino el caos.
Los gritos empezaron a sucederse en la mesa mientras Greil trataba de limpiarse el ojo. Un par de golpes más se sucedieron y varias sillas emitieron sonidos al ser arrastradas y caer golpeando el suelo de la tarima flotante. Varios objetos de la mesa también cayeron, rompiéndose al contacto con la superficie, mientras Greil, asustado, intentaba desesperadamente ver algo. Una imagen borrosa, algunas sombras moviéndose. Poco a poco empezaba a enfocar. Instintivamente, palpó en la mesa y notó el tacto de un tenedor. Lo sostuvo temblando en su mano derecha, frente a su cara. Comenzaba a ver…
Spierling permanecía al otro lado de la mesa. La misma postura. Dedos entrelazados bajo su barbilla, la vista perdida en su plato. El resto del cuadro había cambiado por completo.
A la derecha de Greil, la cabeza de Mark Wever se hundía en los restos del pato a la naranja de su plato. Su cuerpo había caído hacia delante, en un grotesco escorzo, y sus brazos colgaban del cuerpo inclinado, rozando con las manos el suelo. Miles de gotas de la salsa habían volado en rededor, creando una gran salpicadura oscura. El doctor Hiss se acercó a Wever con los ojos y la boca abiertos completamente, golpeándole levemente el hombro. La pipa había desparecido.
El desconcierto de Greil era total. A la izquierda, donde antes se ubicaba la mujer del doctor Spierling, aparecían un par de piernas cubiertas con unas delicadas medias oscuras. La mujer había caído directamente, hacía atrás, junto a su silla, dejando frente al plato su par de caros zapatos de tacón. Su hijo, frente a ella, también apoyaba la cabeza en la mesa, girada en dirección a Greil. Su rostro le erizó el cabello de la nuca. La nariz del chico estaba doblada, posiblemente rota, sosteniendo el grueso del peso de la cabeza. Un hilo de sangre le brotaba hasta la boca, abierta y aún con comida dentro. Sus ojos le miraban directamente, y Greil no pudo dejar de observar el rostro del chico durante varios segundos. Eran unos ojos completamente negros, carentes de vida. Ojos que ni veían ni miraban. Aquella cara no parecía ser humana.
El resto de invitados permanecían de pie. Mila Miloset había desaparecido de la habitación. El doctor Hiss intentaba levantar la cabeza de Mark Wever, aunque la salsa hizo que se resbalara y la cabeza volvió a golpear sobre el plato. La mujer de Hiss no paraba de gritar, un sonido agudo, estridente, que ocupaba toda la sala. Por último, Greil miró al doctor Yuret Kolov, de pie a pocos metros de él, salpicada su cara también de la salsa del pato. Kolov parecía absorto, inmóvil, aislado de todo el caos. Greil siguió su mirada y comprendió. Kolov observaba a su jefe y amigo. Greil lo observó también, mientras se incorporaba. Spierling seguía inmóvil en aquella posición de concentración.
Kolov emitió un pequeño gruñido cuando, de pronto, Spierling empezó a moverse. Inclinó la cabeza en un gesto muy lento. Su mano derecha comenzó a deslizarse y depositarse sobre la mesa. La cabeza giró y durante unos segundos pareció mirar directamente a su hijo. Pero se estaba derrumbando, y al cabo de unos segundos la otra mano también se desplazó y Spierling cayó a plomo de la silla, golpeándose la cabeza con una esquina de la mesa en un horrible sonido a crujido.
Kolov se tapó la boca con una mano temblorosa. El doctor Hiss había, al fin, levantado la cabeza de Mark Wever, empapada de salsa y con restos pegados de la carne de pato. El doctor intentaba detectar su pulso en el cuello.
Cuando al fin la mujer del doctor Hiss dejó de gritar, el sonido del violín de Kerman Keller volvió a inundar la sala. La música detuvo el tiempo en aquella habitación, en aquel instante, y durante unos segundos, pareció que los hombres y mujeres de aquella sala fueran el público más apasionado que jamás hubiera escuchado su música. Silenciosos, emocionados, tensos.
Entre las notas, Greil escuchó algo. Miró a su derecha, luego a su izquierda. Se dirigió a un gran ventanal, corrió las cortinas ante la atónita mirada del resto, y abrió de un golpe seco las dos puertas. Un fuerte viento le golpeó el rostro.
Los gritos de horror provenientes de la calle entraron súbitamente en la sala, enterrando de nuevo las suaves notas del violín de Kerman Keller.