miércoles, 25 de noviembre de 2009

Capítulo dos: 182 días después


-El gobierno tanzano ha confirmado la repentina muerte de cerca de un millón de personas a lo largo del país. Decimos repentina porque, según los testigos interrogados, todas las muertes se han producido de nuevo a la misma hora del día. La mayor parte se han registrado en Dar Es Salaam y en la capital, Dodoma. Los fallecimientos en Tanzania suman ya más de cinco millones en todo el continente africano, y además se alcanza la barrera psicológica de los cien millones en todo el planeta. Las autoridades sanitarias recomiendan...
-Cambia de una vez el canal.
-... mientras no se consiga identificar el agente patógeno que produce...
-Pero si en todos los canales hablan de lo mismo.
-... acopio de alimentos para...
-Qué pesadilla. Llevamos ya siete meses igual. Francamente, prefiero que me llegue ya el turno antes de seguir embotándome la cabeza con que si me voy a morir o si no me voy a morir.
-...extraña enfermedad. A su vez, el doctor...
-En el Canal 48 hay un debate, a lo mejor te anima un poco.
-... aun no han conseguido aislar ningún virus ni bacteria...
-Ya me conozco los debates que se hacen ahora. Curas contra científicos. Aun no he conseguido enterarme de si tengo que ir a confesarme o esperar a que vengan los de Control de Epidemias.
-... Conectamos con el hospital universitario de Massachusetts donde nuestro...
-Está bien, Randall -Peggy cogió el mando y apagó la televisión, no sin cierta brusquedad- Dime. ¿Qué quieres hacer? ¿Mirar a la pared? O ¿Qué tal al suelo? ¿Nos tumbamos en la cama y miramos al techo? ¿Prefieres leer los periódicos de hace siete meses? Porque te recuerdo que hace siete meses que el mundo se ha parado. No hay nada que hacer que no sea ver la puta tele y esperar a que alguien diga que han identificado la enfermedad o lo que coño sea. ¿Quieres que bajemos al sótano y volvamos a hacer, por enésima vez, inventario de los víveres que hemos acumulado? Ah, ya sé lo que quieres. Quieres salir a la calle y cruzarte con cualquier tío que te pegue la enfermedad y palmar de una vez. ¿A que sí?
-Venga Peggy, no te pongas así, tranquilízate.
-¡Me pongo como me da la gana! -Peggy apretó el rostro y se lamentó- Si tan solo me hubiera casado con un político, o un científico, ¡o incluso un periodista!. Ellos salen en la tele, así que algún método tienen que tener para salir a la calle, ir a los estudios de grabación y esquivar la enfermedad.
-¿Así que eso es lo que quieres no? Pues venga, ahí tienes la puerta. Toda para ti. A ver si me dejas en paz de una vez con tanta queja y tanta tontería. Como si yo tuviera la culpa de lo que está pasando.
-¡Pues adiós! -Peggy se puso firme y se fue andando hacia la puerta como si estuviera en un desfile militar. La abrió y se dio de bruces con la realidad. Esa realidad que la había mantenido siete meses encerrada en casa. La misma realidad que le había hecho abandonar su trabajo por miedo a contagiarse de una enfermedad desconocida de camino a la oficina. ¿En qué trabajaba? Ya le daba igual. No iba a volver.

Y como ella, casi todo el mundo. Lo que se encontró al abrir la puerta fue la paz absoluta. No se oían pitidos de coches, ni bocinas de barcos. Las calles y la bahía estaban vacías. El atardecer en las calles de Boston era precioso, pero desolador. Lo único que se oía era el viento soplando. Papeles elevándose del suelo y doblándose en el aire. Bolsas de plástico atrapadas en remolinos de aire. La primera ausencia que se notaba era la de los barrenderos. La ciudad estaba hecha un asco. Había basura y destrozos por todos lados.
Los primeros días después de la primera embestida de la enfermedad, que afectó a quince países y a más de veinte millones de personas, fueron un caos. El desorden informativo llevó a la confusión, la confusión al miedo y, finalmente, el miedo llevó al pillaje. La primera embestida fue la peor sin duda.
La gente se lanzó en masa a las calles a saquear los supermercados y los comercios de barrio, hasta que no quedó prácticamente nada. Randall y Peggy también. No iban a por televisores o microondas, sino a por comida y armas. La comida para sobrevivir. Las armas para protegerlos de sus vecinos, de sus amigos, de sus familiares, de las personas iguales que ellos.
Hacía una semana, los vecinos de la casa de al lado, la familia Rutiger, habían intentado colarse por la noche en su casa para robarles lo que pudieran de sus provisiones. Randall y Peggy habían sido listos al anticiparse y ser de los primeros en los saqueos. Tener una furgoneta también ayudó. Tenían muchas provisiones y los que los vieron descargarlas lo sabían. Los Rutiger lo sabían.
No murió nadie. El único problema es que no fueron armados. Al mínimo crujido de la escalera que baja al sótano, Randall y Peggy bajaron armado hasta los dientes y ahí acabó la anécdota. Los Rutiger volvieron a su casa con dos pares de zapatillas menos.

-Ahora te quedas parada ¿no? Ya sabía yo que no ibas a ser capaz de cruzar la puerta. -Randall habló sentado en una butaca con las piernas cruzadas y una sonrisa en la boca. Le gustaba tener razón.- Cierra la puerta antes de que palmemos todos.
-¿Tú eres biólogo no? -le ignoró Peggy- ¿Por qué no haces algo y nos sacas de aquí? Podrías colaborar con el asunto de la enfermedad. A lo mejor nos llevan a un sitio mejor y más seguro.
La voz de Peggy sonaba desesperada. Los siete meses sin salir de casa nada más que para saquear y lanzar la basura lejos la estaban volviendo loca de verdad. El miedo a morir de repente, o a que un delincuente intente robarles las provisiones, o simplemente a que se acaben sin que se haya hallado la solución, a veces era más fuerte que su propio instinto de supervivencia. Debían mantener la calma si querían seguir adelante.
-Sí, soy biólogo. Pero de inmunología sé bastante poco. Lo que me enseñaron en la carrera. Lo mio es la evolución, no sé cuántas veces tengo que decírtelo.
-Por mi como si eres cura. Para qué coño te sirve eso ¿eh?
-Despotrica todo lo que quieras, pero mi trabajo es fundamental en el mundo en el que vivimos. Seguro que en los laboratorios donde estén investigando el asunto tienen preparados a tipos como yo para adelantarse a las posibles mutaciones del virus.
-Sí, seguro que tienen a paleontólogos como tú, listos para pegarle escobillazos en el culo a los virus. ¿Y quién ha dicho que se trate de un virus? Ahora resulta que has descubierto antes que nadie el origen de las muertes. ¡Pero qué listo eres!
-Se acabó. Me tienes hasta las mismísimas narices. Sí, soy paleontólogo. Uno muy importante. No me he tirado décadas enteras buscando el eslabón perdido de la evolución del homo sapiens, encontrándolo finalmente tras veintitrés años, dándome cuenta de que mis ilusiones eran vanas al ver que faltaban muchos eslabones en ese hueco de la cadena, ni he realizado incontables teorías evolutivas sobre el futuro de la humanidad, avaladas por las mejores revistas de divulgación científica, ni he hallado restos que podrían ser del auténtico monstruo del lago Ness, en lo más profundo del mismo, para que ahora vengas tú a ningunearme, vilipendiarme, humillarme, mangonearme, -por un momento, Peggy observó a Randall con cara de extremo asombro, pero en unos segundos pasó a la serenidad. Randall había conseguido por fin enseñarle quién llevaba los pantalones en esa casa- calumniarme, insultarme, -¿eran atentos los ojos de Peggy? ¿o eran distantes?- rebajarme, vejarme... ¿Peggy?

De repente Randall oyó un grito prolongado proveniente de la calle. Era la señora Rutiger. Randall temió lo peor.
Agitó a Peggy y la abofeteó, pero no se inmutó. Había ocurrido.

“No tenía que haber dejado que abriera la puerta” pensó Randall. Se dió cuenta de que en la distancia podía oír diferentes sirenas. Tenía que llamar a Urgencias. Podría tratarse de un desmayo normal. Cogió el teléfono, marcó el 012 y esperó.
-Urgencias, dígame -inquirió una mujer al otro lado de la línea.
-Oiga, mi mujer se acaba de desmayar. Manden una ambulancia, ¡rápido!.
-Dígame su nombre y dirección, por favor. -había tranquilidad en la voz de la señora.
-Randall Perkins, calle Bartlett ciento trece. -pero no en la de Randall.
-¿En qué distrito está esa calle, señor Perkins?
-En Charlestown, ¡joder! -no gritó por la paz de la mujer, sino por lo que vio a través de la ventana.

Había una ambulancia en la puerta de los Rutiger, pero no era una ambulancia normal. Era negra, con el rótulo de la Unidad de Control de Epidemias. No podía ver a nadie.
Pero unos segundos más tarde aparecieron por la puerta los celadores. Si podían llamarse así, porque iban embutidos en unos trajes aislantes, completamente negros, con un visor de cristal tintado que no dejaba ver el rostro del sujeto que se encontrara en el interior. A Randall le entraron escalofríos... y bastante miedo. Vio cómo sacaron de la casa una caja blanca. Casi podría decirse que era un sarcófago. Imaginó que dentro iría el señor Rutiger. Ya no se oían los gritos de su mujer.

Mientras observaba por la ventana oyó una sirena que se acercaba, pero no podía ver nada desde la ventana por la que estaba mirando.
Llamaron a la puerta.
Randall corrió a abrir, sería la ambulancia. Supuso que su caso no iba a ser menospreciado. Sería una de las negras.
Efectivamente. Al mismo tiempo que abrió la puerta, dos hombres enfundados en el mismo traje que había visto por la ventana se abalanzaron con violencia sobre él. ¿A qué venía eso?
-¡Oigan! ¡es mi mujer! ¡está sentada en el sofá!
-Su mujer está muerta -dijo una voz. Randall no sabría decir de cuál de los dos tipos venía. Uno de los dos sacó una jeringuilla.
-¡Pero oiga! ¡si yo estoy bien! ¡simplemente mi mujer se ha desmayado! -Le pincharon. En tres segundos ya era incapaz de mover los músculos. Su consciencia se desvanecía.
-Seguro, pero como le digo no necesitamos más muertos. Necesitamos a personas que han sido expuestas. -le dijo uno, al mismo tiempo que lo alzaban. Lo último que pudo ver Randall antes de desvanecerse del todo fue a otros dos tipos entrando por su puerta.

Llevaban otro sarcófago blanco.

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